Mostrar o decir, he ahí la cuestión
Vamos con la tercera entrada sobre narrativa y las particularidades del guion. Después de ver que sin conflicto no hay historia y de constatar que «el tamaño sí importa» (cuando hablamos de guion y de novela). Ahora nos adentraremos en cuestiones algo más técnicas que, de nuevo, comparten la narrativa de ficción y el guion.
Cuando una novela nos atrapa como lectores, es cuando al estar leyendo somos capaces de percibir un aroma o un olor que nos están mostrando; o cuando somos capaces de “visualizar” la escena en nuestra mente; o cuando reímos, lloramos o nos enojamos con los personajes por su forma de actuar, como si fueran seres reales que convivieran con nosotros. ¿Os ocurre lo mismo?
Mostrar o decir: he ahí la cuestión
El cine y la televisión son medios de comunicación audiovisual. En ambos se narran historias a través de imágenes y sonidos pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el cine era mudo, y los cineastas se las tenían que apañar para contar sus historias apoyándose exclusivamente en la imagen y en la inserción de unos breves textos sobre fondo negro.
Algunos dicen que aquella época del mudo, que se extendió durante más de 30 años desde 1895 hasta 1927, es la forma cinematográfica más pura. Y que todo lo que vino después no fue más que una perversión del arte de narrar con imágenes.
Es cierto que, al igual que podemos escuchar la radio mientras conducimos o cocinamos, podemos escuchar los diálogos de una película o serie sin necesidad de mantener nuestra mirada clavada en la pantalla. ¿Es esto cierto? Y si lo es ¿es algo bueno o malo? Vayamos por partes.
El cine ha jugado siempre con la ventaja de que el espectador acude a una sala en la que no puede “cambiar de canal” y en la que, por sus condiciones de luz y ausencia de otras distracciones, poco más se puede hacer aparte de sentarse y ver la película. Es decir, la sala de cine dirige la mirada a la pantalla.
Con la aparición de la televisión, las historias debían competir por conseguir la atención del espectador en un entorno familiar para él: su propia casa. Allí el espectador si está expuesto a multitud de distracciones e interrupciones que le hacen apartar su mirada de la pantalla. Por eso se dice que las historias en televisión son menos visuales y más sonoras, porque se apoyan en los diálogos para redundar en lo que se está contando ya en imágenes.
Respecto a si esto es bueno o malo, depende. Efectivamente, es más complicado narrar una historia exclusivamente en imágenes, sin utilizar diálogos. El arte de transmitir una idea sólo con acciones es lo que distingue a los mejores guionistas y directores.
Pero esto no quiere decir que los diálogos hayan echado a perder el lenguaje cinematográfico. Es más, un buen diálogo es aquel que cuenta más por lo que subyace a las palabras que por lo que éstas dicen por sí mismas. Es lo que se conoce como subtexto, y es la herramienta más poderosa del dialoguista.
«La palabra precisa al servicio del detalle revelador». Flaubert
Un marido que no soporta a su cuñado buscará todas las excusas posibles para rechazar una invitación de éste a pasar un día entero de pesca con él. Pero el marido evitará a toda costa decirle directamente a su cuñado que no le soporta y que por eso no quiere ir de pesca con él. Lo que subyace a ese diálogo es la idea de que el protagonista no quiere pasar un día entero a solas con su cuñado, aunque nunca se diga explícitamente.
El problema viene cuando los diálogos se utilizan para contar la historia. La clave de toda narración audiovisual —al igual que ocurre en la narrativa tradicional: novela o relato— es mostrar, no decir, y aquí es donde patinan una gran cantidad de guionistas que, en su afán por asegurarse de que su historia se entiende, llenan el relato de personajes que explican a través de las palabras lo que ocurre, cómo se sienten, lo que están haciendo o lo que van a hacer.
Arrancar una película con dos personajes hablando de lo violento que es uno de ellos y la necesidad que tiene de corregir su actitud es mucho menos interesante que arrancar con una escena en la que mostramos a ese personaje enzarzándose en una pelea absurda por la que acaban rompiéndole los dientes.
En ambos casos transmitimos la misma idea, pero cuando utilizamos sólo imágenes, el cerebro del espectador debe trabajar para sacar sus propias conclusiones. Y es precisamente por eso por lo que la historia resulta más entretenida; porque consigue que esa simbiosis entre espectador e historia, logrando que el espectador (o lector, en el caso de un libro) participe en la misma.
Es un tema fascinante, aunque en este pequeño artículo he tenido que resumirlo lo más posible. Sin embargo, en los artículos anteriores y los que aún nos faltan, iré ampliando la información.
Óscar Carrión