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Belarmina

Belarmina

Belarmina el cuento de la campaña «Un donativo, una palabra» a favor de la Cocina Económica

Durante tres semanas, hasta después del puente de la Constitución, estuvo abierta la campaña «Un donativo, una palabra», que la Asociación de Escritores Noveles (AEN) puso en marcha a favor de la Asociación Gijonesa de Caridad, conocida en Gijón como la Cocina Económica.

La AEN se comprometió a dar vida a esas palabras a través de un relato. La respuesta ha sido genial, la solidaridad ha vuelto ser una virtud en la ciudad. Y llegó el día de cumplir nuestra promesa.

Hoy, gracias a la hada madrina de la asociación, nuestra compi Carmen Sanfeliz, las cuarenta palabras «donadas» se fueron transformado hasta cobrar vida. En esta ocasión, no ha sido Pinocho, sino «Belarmina», porque así se titula este relato.
Y como nuestra alegría es inmensa, lo queremos compartir contigo. ?

A continuación lo reproducimos en su totalidad (pero también lo puedes descargar aquí).

BELARMINA

No te gustan las sorpresas, ya lo sé, Belarmina. Se deberá a que en cincuenta y dos años no aprendí a afinar la puntería, y unas veces por no ser el mejor momento y otras por pillarte desprevenida cuando tú estabas ocupada en otros asuntos, no acerté. Y no tengo como disculpa no conocer tus gustos, pero la verdad es que —ya lo ves, a buenas horas, lo reconozco— tampoco me estrujé mucho el magín para dar en el blanco de tu ilusión, más preocupado como estaba porque no nos faltase de nada. El caso es que hasta en eso último fallé. Y a partir de ahí llegaron unos años en los que no fui capaz de traer a casa algo que conllevara un mínimo motivo de alegría. Primero el accidente y luego el cierre del taller, seguido de una convalecencia que parecía no tener fin. Debía estirar los ahorros —tú tenías que cuidarme día y noche— hasta lo imposible, aunque me decías «tranquilo, Amador, que todavía nos queda un poco para ir tirando». Y que pronto me iba a poner bien y abriría el taller y todo volvería a la normalidad.

Conseguías que me duraran poco las rachas en las que me iba abajo porque enseguida, si me veías más apagado, te ponías toda zalamera y empezabas a darme besos y abrazos hasta el punto de atosigarme. Y te ponías a cantar, tan campante, arropándome hasta el cuello, entonces te miraba a los ojos, esos ojos tan preciosos en los que aprendí a navegar hasta perderme, porque son mi mar. Me acuerdo cómo te reíste, bandida, el primer día que te dije eso. ¡Menuda cursilada te pareció! Pues sí, y no me canso de decírtelo, mira: Tu mirada es un océano de humanidad y comprensión, y en aquellos tiempos en los que la economía y la salud eran un naufragio me aferré a esa luz azulada y líquida, lo único que me mantenía la esperanza a flote.

Tengo nostalgia, ¿ves? Vale, llevo un día un poco tontorrón, pero no quiero confundirte, Belarmina, mi amor, que lo que estoy es contento. Muy contento. ¿Se te antoja sorprendente? Igual no tanto, ya. Me dirás que entonces, ¿a santo de qué te traigo ahora aquellos años de penuria…? Luego lo sabrás, ten paciencia, mujer, que en realidad la memoria de aquello trae consigo un agradecimiento. Pero ya no te digo más, venga, que al final siempre hablo más de la cuenta. Ja, ja, ja… y como las sorpresas no te hacen mucha gracia, ¡pues me veo obligado a ir poco a poco!

Conmigo postrado en casa te dabas prisa en hacer los recados y, cuando llegabas, desde la habitación te sentía trastear en la cocina, ese santuario del que siempre emergía un plato sabroso. Convertiste en hogar cada metro cuadrado de este piso, pero tus manos en la cocina hacían magia. ¿Cómo te las arreglas?, decía yo. «Coime, Amador, parece mentira que me preguntes eso. Hago el milagro del pan y los peces, así que come y calla», bromeabas mientras me guiñabas un ojo al acercarme la cuchara a la boca.

Gracias a lo bien que me cuidaste y a la operación que me hicieron por fin, empecé a mejorar. ¿Te acuerdas que fue unos días antes de Navidad la primera vez que me levanté yo solo? Sí, claro, todavía en el hospital, pero los dos interpretamos como una señal el hecho de que fuese 22 de diciembre, el día de la Lotería. Te pusiste a aplaudir y me soltaste, tan fresca, que en unos días iba a estar bailando el Pericote… ¡Ay, mi Belarmina! Me entra la risa todavía. Que soy manchego, mujer, te recordé. Sí, como si no lo supieras.

A aquellas alturas yo sospechaba que ya no nos quedaban cuartos, pero ese día estaba tan entusiasmado… Era mi premio de la lotería, poder andar. Y porque empezar a atisbar un horizonte más allá del edificio de enfrente significaba ir asomando la cabeza de un pozo para ganar la libertad.

Cuando me dieron el alta, volviendo a casa en el taxi, me fijé en tu mirada errante, la vista puesta hacia la calle. Estabas angustiada, te lo noté. Preguntándote, no había forma de que me contases qué era lo que te pasaba, y como no parecías dispuesta a «cantar» llegué a decirte que igual era que no te alegrabas de lo que habían dicho los médicos, que en un par de meses podría hacer vida normal y empezar a trabajar otra vez. Te acusé de no ser capaz de ponerte en mi lugar, qué borrico soy. Ahora sé que eso se le llama tener o no empatía, pero lo gordo era que esa carencia venía por mi parte.

Y hablando de gordo, Belarmina, que me estoy yendo por las ramas y ya va siendo hora de que te cuente la razón de que me haya remontado a aquellos tiempos de hace treinta y tantos años, pero es que no me quedaba más remedio que hilvanarlo muy bien para que la sorpresa no te pille a contrapié, que sé cómo te las gastas… ¡Uy, ya te di una pista sin querer!

Aquel día estuviste muy callada, claro, y yo interpreté ese silencio como que estabas enfurruñada conmigo por las cosas que te había dicho en el coche. Otra vez que volvía a equivocarme respecto a ti. Espera, que te cambio de sitio, hija mía, que hace mucho calor ahí tan cerca del radiador. Mira, aquí, sobre el poyete de la ventana entre la planta del dinero y san Pancracio… Vuelvo al tema, sí, ya voy: pues que no era enfado lo tuyo. Retorcías con los dedos las puntas del pañuelo amarillo que llevabas en el cuello dando vueltas por la cocina. Antes de abrir la puerta de la nevera enderezaste el imán del escudo de Asturias. No sabías cómo decirme que llevabas meses yendo a buscar la comida a la Cocina Económica, pues había que elegir entre pagar los gastos corrientes o comer y lo que nos quedaba en el banco no era para tirar voladores, precisamente. Me mostraste los recipientes de plástico que habías recogido con el menú de ese día.

Y yo que siempre he sido orgulloso —o no sé ahora qué decirte, que igual era vergüenza—, pero de aquella pensaba que pedir ayuda era perder la dignidad, me quedé de piedra. Porque claro, cariño, los que siempre nos hemos sacado las castañas del fuego sin recurrir a nadie somos reacios a airear que no nos quedan cuartos… Sí, sí, sí, ya, ya, ya… Belarmina, ¡que es que las apreturas y la necesidad también tienen sus pudores, hija! Pero tú supiste hacerlo muy, muy, muy, pero que muy bien. ¡Cómo me conoces! Quisiste ahorrarme una información que me habría sentado mal —no por dónde proviniera el recurso, qué va, sino por el mero hecho de necesitarlo— y eso es un acto de generosidad enorme. Fuiste tan discreta que no me enteré de nada, es más, yo me había tragado el prodigio de tu milagro bíblico como un pardillo.

Bueno, pero por lo menos tuve el acierto de reaccionar mejor de lo que esperabas, ¿verdad, mi vida?… Qué menos, Bela, mi amor… Ay… Venga… que ya se me pasa, a ver si te vas a disgustar porque de viejo me haya convertido en un sentimental. ¡Y que te tengo que dar la sorpresa, caramba, que sí, que no se me olvida! Pero antes déjame que te diga que tú me procuraste miles de veces la oportunidad de emocionarme con todas y cada una de tus ocurrencias, con tus cantares, tu sentido de la justicia, el enorme cariño y la responsabilidad que asumiste en secreto para que pudiéramos comer caliente todos los días.

Cambiando de tema, que me pongo lacrimógeno, como tú dices: ¿Sabes qué día es hoy, no? Pues eso, 22 de diciembre, el día de la Lotería. Claro, claro, la de Navidad. Hija, qué puntillosa… Bueno, pues como sabes, llevábamos tres décimos este año y algunas papeletas que me iban ofreciendo por ahí y que unas las cogí por compromiso y otras por superstición. Me da rabia rechazarlas por si resulta que suena la flauta. A lo que iba, no te pongas nerviosa… Ejem…

¿Preparada? ¡Tachán!

¡Nos ha tocado el Gordo en el décimo que pillé en el bar de Pepe! Sí, ¿cómo te quedas? ¿Eh? (Jajajaja…) No es ninguna broma, mujer. Después de aquella época de apreturas no me atrevería a hacer el tonto con algo así. Y no te lo puedo enseñar, porque la verdadera sorpresa viene ahora y esta vez estoy completamente seguro de que te va a encantar.

Esta mañana salió madrugador el gordo. Estaba yo ahí con la tele y los números encima de la mesa y cuando lo cantan y veo que lo tenemos me entró un atragantón que casi escupo el café. El primer impulso era venir corriendo a contártelo, pero me pareció que lo de que nos hubiera tocado, sin hijos y a estas alturas solo te habrías alegrado por mí, así que la sorpresa no te iba a parecer para tanto. Además, me dije: ¿qué hago yo solo con tanto dinero? ¡Bah! Si con la pensión tengo de sobra.

¿Pues qué?

Pues que metí el décimo en un sobre. Tenía muy claro a quién se lo tenía que dar. Al verme llegar me saludó un poco desconcertada, pero cuando al entregarle el sobrecito le dije que era cosa tuya, vaya, que yo solo iba de tu parte, me dedicó una sonrisa que, no sé cómo decirte… me llenó de paz. Ya sabes por dónde voy, ¿a que sí? No lo abrió delante de mí, creería, como es lógico, que lo que contenía sería algún billete de euro. La hermana Marisela, entonces, me dijo que agradecía mucho tu solidaridad y vi que se emocionaba un poco. El cariño que te tomó desde que empezaste con tu colaboración como voluntaria cuando yo mejoré y me podías dejar solo, me contaba, era algo superior, mucho más que una amistad, porque ella ya había visto algo especial en ti el primer día que apareciste por allí. No lo mencionó —yo ya sabía por ti lo prudente que es—, pero fijo que se refería a cuando pasabas a buscar la comida. Entonces, para qué te lo voy a negar, en la garganta se me puso una bola.

Ya iba siendo hora de despedirme pero yo no podía articular palabra. Ella debió de notarlo, así que me deseó feliz Navidad y me dio un abrazo… y mira, ¡es que sentí una cosa!, ay, Bela, una cosa por aquí por dentro, no sé, algo muy raro. Nunca supe descifrar muy bien el significado de fraternidad y tampoco lo interpreté como un achuchón reconfortante con el que tu amiga monja me estuviera diciendo: ¡Ánimo, Amador, mucho ánimo!, no no no, nada de eso… A lo mejor era el espíritu de la Navidad que ella irradiaba, pero mientras sor Marisela me estrechaba, ¡ay, Dios, cómo explicarte!… por un momento, como si fuera un sueño, pude olerte, mi amor. Es que… en ese abrazo no estaba ella, Marisela había desaparecido y… ¡Eras tú!

Ella, Marisela —y no estoy loco, mi vida, te lo juro que no— ¡me regaló sentirte!, sí… fue su regalo navideño.  Ay, Bela, mi reina, mira que temía no encontrar las palabras para expresarlo. Pues lo que te estaba diciendo, que comparado con eso no hay Gordo que valga… y pocos podrán decir que en un día les haya tocado la lotería dos veces, como a mí hoy.

Belarmina, estoy tan feliz… Es que, con idéntico anonimato, amor mío, el mismo que el de ese décimo premiado dentro del sobre sin abrir en mi presencia, la hermana Marisela, que sabe cuánto te echo de menos en estas fechas, tu querida amiga, te trajo hasta mis brazos.

Comments

  • beatrizsc
    30 diciembre, 2020

    Una lectura preciosa y emotiva. ¡Me quedo con ganas de más!. ¡Enhorabuena!

    • Administrador aenoveles
      31 diciembre, 2020

      Muchas gracias Beatriz. Nos alegra que te haya gustado el relato. Un abrazo y buen 2021

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